sábado, 21 de septiembre de 2013
Me recordaba Pencho Cros, una tarde o mejor dicho unas tardes noches inolvidables con su señorío y hospitalidad como lema. Un poco como adoptándolo como hermano mayor, un mucho por la admiración tan grande que le he tenido, y que le tengo, a un hombre que es resumen exponencial de la humanidad, de un Unionense tranquilo, tímido, sabio, polémico, y genial.
Hacer la biografía de una persona con una personalidad tan compleja, de una vida tan generalizada, es empresa en la que desistiría el más aventurero al primer contratiempo. Es un consumado maestro en los cantes mineros, desde hace muchos años. Porque hace – ha hecho siempre del cante el cantar con arte, una norma, a la que ha añadido el conjunto de señas de identidad de esta tierra milenaria.
No me detengo, en resumir una obra, una pequeña una gran obra, ni siquiera en hacer un recorrido intelectual y artístico de Pencho Cros. Un hombre que lleva años y años, desde su anonimato interior, con la mayor capacidad para deleitar, y convencer, disuadir, denunciar, o enojar de España, comprenderán que no se merece que yo dé lectura a la ringla de méritos, títulos, premios y demás gracias. Porque seguro estoy que muchos de ustedes, por no decir todos, han mantenido con él el dialogo casi diario. Más que nada mezclando tardes de gloria con otras de siesta, todo con mucho arte, en la línea del tiempo de guerras perdidas.
Un hilván de difícil detección, una suerte del Guadiana secreto que discurre por debajo de la piel, un hilván extraordinario de 220 puntadas de hilo de plata y misterio (sin contar los apéndices), que nos conducen a los infinitos pasos de gloria, del mito y de la leyenda de un cantaor que empezó siendo “Hay ahí en La Unión uno que le dicen Pencho…” para habitar el espacio de respeto, de afecto y de admiración de los verdaderos aficionados al complicado mundo del flamenco.
En esas nochecitas de viento que se escuchaba a lo lejos los “ayes” de una noche de buen cante. Y claro, me entusiasmaba, me quedaba allí, con la oreja pegada para donde venia el viento, detrás de la puerta. Escuchando, escuchando a Pencho Cros. Esas noches de gloria en pequeñas reuniones de hombres y mujeres que participaban en la religión del buen cante, que debía ser acompañada por oficio sobrado: de arte, de oído, de compás, de músicas y de palabras. Y de corazón. Así que de un “bueno” de Pencho, una vida de admiración sin fisuras, de afecto y de respeto por un cantaor al que el tiempo, verdadero juez, ha puesto en el sitio que tiene y que siempre debió haber tenido, el lugar de la verdad y del arte. Pero decía de las 220 puntadas de oro, del hilván único con el que se han cerrado las costuras de su corazón dolorio de amar.
El cante sin traje de luces y esclarecedor que ha hecho a la medida de un Faraón. Son 220 puntadas, 220 paradas, sobremesas, recuerdos concentrados en los que una primera persona que canta, que no es un magnetófono que reproduce un cante o una conversación con obscena fidelidad, traza las líneas, o funde los colores, de una vida impresionante que se trasmutó en el trabajo diario, donde se oían los “Ayes” como si fuera una tarde de toros en la Maestranza de Sevilla, y fue creciendo en su ciudad de La Unión sin pretender los escenarios llenos de “Ayes” o de incomprensiones, donde se fue fraguando la ilusión y el sentimiento de un hombre que quiso ser cantaor para dormir por la mañana, no levantarse temprano, entre las últimas sombras.
La Esencia del cante de Pencho Cros, ha pintado un cuadro de impresionista, con esto quiero decir que los trazos, las pequeñas historias aparentemente deslavazadas, configuran una imagen de esplendor, de su mundo en Pencho Cros, de su humanidad llana y rica, de su vida en ocasiones asombrada, de su mundo, permítanme que lea una de sus coplas.
Se oye un grito en el reundio
Que me hiela el corazón
Dios mió ten compasión
Que un barreno me ha crujío
Y no tengo salvación
Autor: Rufo Martínez Cobacho.
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